Opinión
¿Fue el Mocho topo de Benavides?

De cuando quisieron anular administrativamente la candidatura de Sánchez Cerro.
La irrupción de Julio Guzmán y su condición de candidato virtual, pendiente de apelaciones y decisiones finales, mueve a preguntarse qué antecedente —candidato iniciando trámite y pendiente de autorización— se puede encontrar en otros procesos electorales.
No es el caso de Piérola (vetado y deportado en 1894) ni el de Billinghurst en 1912 (ni siquiera inició inscripción); tampoco el de Belaúnde en 1956 (la manguera fue por el partido, su candidatura luego fue normalita) y menos el de Haya de la Torre marginado de saque por décadas.
El antecedente más claro de una posible exclusión electoral administrativa lo vivió Sánchez Cerro en 1931. Ya había tumbado a Leguía el 30, ya lo habían sacado a él mismo en febrero del 31. Ya se encontraba en Europa y desde ahí, anunció que postulaba a la presidencia e iniciaba el trámite pidiendo permiso a la embajada peruana para retornar al Perú.
Acá en Lima casi todos opinaron que no. Que un militar en actividad no podía postular. Y que, en todo caso, ante la amenaza de una ola sanchezcerrista lo mejor era matar su candidatura.
De manera velada, Basadre ha reprochado en el presidente Samanez Ocampo falta de energía para haber mantenido a Sánchez Cerro lejos. La verdad es que en Lima no se había tomado aún una decisión final (parecían el JNE de este siglo) y en los hechos ya Sánchez Cerro se había embarcado, pues la embajada peruana le había dado el permiso sin esperar a Lima.
¿Quién se lo dio? El embajador extraordinario y ministro plenipotenciario del Perú en España. ¿O sea? Oscar R. Benavides, también militar y político cazurro. Cualquier Pulpín actual saltaría a estas alturas acusando a Sánchez Cerro de haber sido el topo de Benavides. Pero es mejor serenarse y calibrar el recuerdo.
Ya con el barco y Sánchez Cerro en el Callao, no había forma de negarle nada, aunque hubo intentos por desconocer el documento de viaje emitido en Europa. Por algo tuvo que pasar día y medio, de tirantes negociaciones, antes de que se le diera permiso de desembarcar al Mocho. En el ínterin, el puerto se había llenado de partidarios de Sánchez Cerro. Eso era mejor presión que cualquier encuestita del siglo XXI, pues eran miles y no los doscientos galifardos que convocó Guzmán tras dos noches de televisada vigilia.
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